Transformación
6 de Julio de 1879
Pocos humanos pueden decir esto,
pero he nacido y muerto como hombre, tras esto he vuelto a nacer como un diablo
sediento de sangre, condenado a morar por el mundo siendo un parásito de
quienes un día fueron mis hermanos...yo soy un vampiro.
Y
así como nuestro Dios omnipotente lloró cuando creó al ángel más divino
de la historia, Lucifer; Desmond, mi segundo padre, derramó una lágrima de pura
emoción al ver mi cuerpo desnudo tendido sobre el frío mármol de su sala
personal y privada, en el castillo a las afueras de Paris, lugar donde tuve mi
primer encuentro con ellos.
En innumerables ocasiones me habló
de mi transformación, jamás pensó que convertir a un hombre en un ángel podría
ser tarea tan ardua y cruel para el protagonista. Sin embargo, se maravillaba
al contemplarme, se sentía como el
artísta Miguel Ángel cuando creaba con sus propias manos su espectacular
“David”, salvo que él mármol pétreo jamás gritó como lo hice yo, pero sí sentí
cada uno de los afilados golpes del martillo y el cincel esculpiendo mi nuevo
cuerpo para admiración de quién me contemplaba. Desmond se enorgullecía
diciendo a todos que había retado a Dios, había superado a los artistas.
El
vampiro, había dado movimiento a una obra de arte, que no se exhibiría en los
museos, sino que caminaría entre mortales y podría satisfacerles no solo su
placer visual, sino en todas las amplias
categorías del sentimiento.
La primera vez que percibí el olor y
la sangre de Desmond, imaginé en mi oscura mente de cadáver entre dos mundos,
un bosque repleto de flores, en un día de primavera, radiante y soleado. Cual
abeja, me deleitaba con el polen de todas las flores, sabores ricos y
deliciosos, mieles adorables e intensas. Todo era paz, alegría y regocijo,
corriendo como un niño descalzo sobre un suave césped. Volví a mi infancia, a
ser inocente, a sorprenderme por cada detalle del bello mundo, el cual...me
abandonó en el mismo momento en el que abrí los ojos envuelto en una agonía
infernal, negra, oscura y salvaje, porque así es la muerte de los infectados,
de los vampiros.
El dolor de todo mi cuerpo era como
si cada treinta segundos cayera desde una altura infinita, para volver a
repetirlo una y otra vez, y con carácter acumulativo. Con cada respiración un
tropel de caballos me pisoteaba, sería el “David” de Miguel Ángel con vida,
pero el proceso de conversión era una condena malvada.
Vértigo... un vértigo constante,
envuelto en un dolor de cabeza como si tuviera el cráneo dentro de un molino de
trigo hasta hacerlo harina. Solo me sentía a salvo y protegido cuando mi boca
succionaba sangre de algún humano, con la misma tranquilidad que el bebé más
tierno aferrado al pecho de su madre mientras ella le amamanta.
Dolor, angustia, pánico, miedo,
repulsión, así cada segundo de mi vida después de la muerte...
En medio de mi delirio, escuchaba
conversaciones, Desmond, estaba a todas luces pletórico, justificaba mi tortura
diciendo que no había sido él quién me había elegido para ser vampiro, sino
Dios quién me había condenado por hacerme tan bello a los ojos de los hombres.
Desde el primer día que mis pupilas iluminaron este mundo, mi destino era
convertirme en un vampiro.
Para él, mi dolor era digno de ser
contado en las novelas de corte romántico que comenzaban a despuntar por todas
partes, era el protagonista indiscutible de la historia. No podía pensar nada
malo sobre Desmond, ya que obró en todo momento siguiendo sus impulsos, él, que
creía a pies juntillas, que si los vampiros no matasen a humanos para
sobrevivir, sus nombres e imágenes serían adoradas en iglesias como ángeles.
Durante mi descenso al submundo, la
tierra de los hombres sufría una transformación salvaje y radical, no solo el
caos imperaba en mi cuerpo y en mi alma, sino también en mi amada nación,
Francia. Mi periodo conversión coincidió con el 14 de Julio de 1789, con el
asalto de la prisión estatal, “Asalto a la Bastilla ”, el símbolo del absolutismo, del
Antiguo Régimen que debía dar paso a una nueva visión del mundo.
Cuando fui informado de tales
acontecimientos y los hechos acaecidos, dudé de quienes se habían transformado
en monstruos, el fin no podía justificar en modo alguno los medios utilizados
para conseguir la libertad del ser humano.
La sed de un vampiro en sus primeros
años de vida no le abandona jamás, ni tan siquiera al estar mordiendo o
paladeando el elixir de vida, siempre quiere más, no terminas de dar el último
trago, cuando estás pensando en como vas a conseguir el otro, es el opio de
nuestra alma intensificado por mil.
Mis conversaciones con Desmond se
basaban constantemente en sus reflexiones filosóficas sobre el bien que había
hecho al convertirme, yo en cambio estaba cegado, creo que solo veía los
colores que tuvieran rojo en sus mezclas, mi vida estaba marcada por mi
atracción desmedida a la sangre.
-¿Cuándo voy a poder salir para
cazar? –le gritaba preso de la agonía de mi sed, me sentía como un demonio de
estómago insaciable, cuyo martirio y tormento era ese, no estar satisfecho
nunca, tener ese hoyo en el estómago doloroso, como si llevara no días sin
comer, años, siglos...una eternidad.
-Adrien, no puedes vagar solo por la
ciudad, serías capaz de provocar una masacre, una de las normas de los vampiros
es ser invisibles y tu ahora, no gozas del sigilo y la sutilidad suficiente
para deleitarte con los placeres de la caza –explicó con acritud, dentro de lo
melodioso del tono de su voz.
-¡Debisteis dejarme morir! ¿por qué
yo? ¿por qué me elegiste? ¡me has condenado a ser un mendigo, un espectro!
–estaba furioso y hambriento, quise morderle y dejarlo seco, sin una gota de
esa sangre que me había devuelto a la vida.
-¿Habrías preferido morir de
sífilis? ¿Lleno de Pustulas?...Adrien –me miró fijamente con el poder de sus
ojos -, una piel como la vuestra, no merece tal castigo.
-¡Maldito seas, bestia inmunda! –le
sujeté del cuello levantándole un metro del suelo, me sorprendió a mi mismo la
fuerza de la que hacía uso.
-Cada cierto tiempo Dios nos permite
contemplar ángeles, eres tan bello que nos debes una vida eterna para adorarte
–concluyó sereno, pero yo le lancé a varios metros de distancia, tras golpearse
con la pared de piedra maciza de su sala personal en la que me había recluido
desde hacía un mes, se levantó como si le hubiera hecho cosquillas.
Observé un leve arañazo en su mano,
me abalancé presto por un instinto salvaje, como un león hacia su presa, veloz
y brutal. Mordí su mano y bebí sangre, de rodillas en el suelo, mientras
Desmond me acariciaba el cabello, era su animal de compañía, era peor que una
hiena salvaje...
Si al menos hubiera tenido el
consuelo del sueño, de poder dormir, pero yo pertenecía a esa raza de vampiros
que jamás duermen, así que estaba obligado a vivir intensamente cada segundo
del día...nadie me envidiaría si se sintiera tan mal como lo hacia yo, deseaba
morir cada instante que no tenía cerca una gota de sangre, lamía hasta las
gotas miserables que caían del suelo. No sentía vergüenza, ni humillación,
cuando me veía deslizando mi lengua por la dura superficie, o chupando las
manchas rojas de mi ropa.
Cada gota, por minúscula que fuera,
sobre la lengua de los vampiros, es como el orgasmo más profundo, intenso,
multiplicado infinitas veces, aunque dura tan solo varios segundos. Mi única
obsesión, era imaginarme dentro de una gran balsa de sangre roja, donde viviría
para siempre, hasta que mi piel fuera tintada carmesí y se apagaran estos
ardientes deseos de sangre humana. A
veces me sorprendía a mí mismo en mi delirio, maquinando la manera de llevar a
cabo esta hazaña, sería mi paraíso particular y jamás dejaría a ningún vampiro
que entrara en mis dominios.
Me
había vuelto un vampiro demente y aquello a Desmond, le parecía agradable y
natural, pues para él, nuestra maldad no estaba juzgada desde el punto de vista
acertado, pues teníamos que sobrevivir, si tan negativos éramos para la raza
humana, ¿por qué habíamos sido creados?...o mejor dicho, por qué éste Dios que
predicaban tan justo nos permitía subsistir. Yo tenía una hipótesis clara al
respecto...había sido ateo toda mi vida mortal, pero había recurrido a Dios en
algunas ocasiones desesperadas. Ahora sabía que no existía, no era que me había
abandonado o desoído mis plegarias, no, nadie velaba por nosotros.
Los
vampiros éramos predadores fruto de la evolución, como habían nacido tiburones,
lobos, o sanguijuelas...nosotros éramos iguales...súper depredadores de los
predadores humanos. Rompíamos en secreto su dominio en lo alto de la cúspide,
nosotros volábamos por encima de ellos, acechándoles como buitres. Por si esto
fuera poco, encima se negaban a creer que nuestra existencia era más que
leyendas de un pueblo supersticioso.
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